DESHACER LA AUSENCIA:
CRÓNICAS DE UN DEVENIR
Artistas: Adriana Sibio y Ester Szlit
Curadora: Arieta Naftal
Pensemos la ausencia no como vacío, sino como fibra. Como un hilo deshilachado cuyo corte deja ver la estructura interna del tejido. En el campo de las artes visuales, en particular en la disciplina de lo textil, la ausencia no se concibe como desaparición absoluta, sino como un intervalo visible, amado, un acto que expone tanto la violencia del desgarramiento como la potencia de la reparación. Como sugiere Anni Albers (1965), “toda tela es al mismo tiempo presencia de materia y memoria del gesto que la produjo”. Ese doble carácter nos permite pensar la desaparición de los cuerpos, de las narrativas, de presencias sociales, como una operación sobre la textura colectiva.
En Argentina, donde la memoria de las desapariciones entretejen nuevas formas de exclusión y violencia, la metáfora textil adquiere una densidad singular. Disolver la ausencia implica, entonces, comprenderla como un estado transitorio: una fibra suspendida que puede volver a anudarse.
Dentro del imaginario poético y artístico, la desaparición opera como un desgarro deliberado, una acción que arranca un fragmento del tejido social. Esta narrativa visual se materializa en una gran instalación en el centro de la sala.
En la otra pared nos encontramos con una fuerte presencia de lo ausente, la que cobra presencia no solo en la corporalidad de esos cuellos de camisas sin cuerpos, sino también en su identidad. Donde su sombra potencia el relato, la que opera como sujetos de esa tela que alguna vez rozó una respiración, un nombre, un movimiento cotidiano, un abrazo, un llanto. Allí, donde el botón se funde en el ojal queda suspendido el gesto mínimo de existir.
Hay cuellos que quedaron sin cuerpo, con una narrativa interrumpida. En ellos se posa el silencio con una lealtad obstinada. Cada borde doblado es una página que nunca se terminó de escribirse; cada costura es la sombra de un nombre que ya no responde, pero está allí y dice presente.
Esas sombras textiles, construidas entre la tela y la memoria, dibujan contra el muro la forma precaria de un alguien que falta. El algodón recuerda lo que la historia intenta olvidar: que un cuerpo es más que materia, es un espacio sostenido por el mundo.
Así, el cuello cobra protagonismo, se vuelve testigo de sí mismo. Es una huella que arde y en ella los nombres de los desaparecidos que vuelven a pronunciarse, no con voz, sino con la dignidad que le concede la tela, la que aún guarda su forma.
Este desgarro no pertenece únicamente al pasado: vuelve a activarse cada vez que una persona es sustraída del tejido social por prácticas de violencia institucional, precarización extrema o silencios inexplicables. La figura del desaparecido, en democracia, opera como un recordatorio de ese deshilachamiento que puede reanudarse en cualquier punto del paño colectivo, puede volver a cobrar fuerza, a resonar en cada espacio donde transitamos.
La estética textil permite visualizar ese proceso con precisión: cada ausencia es un hueco que resuena, una tensión que no cesa de reclamar.
Disolver la ausencia no significa borrarla: significa intervenirla. En términos textiles, disolver es modificar el espesor de una fibra, desatar un nudo, expandir un borde, permitir que lo velado emerja en gradaciones de luz. Las artistas han mostrado que la fragilidad, el hilo suelto y el gesto manual pueden funcionar como un lenguaje poético y real de nuestra historia.
En este sentido, la acción de coser, zurcir o bordar, puede comprenderse como un acto político de restitución simbólica. Cada puntada es una afirmación de continuidad frente a la fractura.
Por otro lado, están las mujeres de los comedores, las grandes tejedoras de esos enormes territorios.
En los márgenes urbanas, donde la trama social suele volverse más fina y vulnerable, las mujeres que sostienen estos espacios comunitarios se convierten en verdaderas maestras del textil social. En sus prácticas cotidianas, preparar alimentos, organizan redes solidarias, constituyen una forma de tejido comunitario.
Son las que resisten, las que trabajan todos los días sobre los bordes desgastados: anudan vínculos, zurcen carencias.
Estas mujeres hacen de la presencia un oficio: su persistencia erosiona la ausencia, la transforma, la desactiva. Allí donde el Estado se retira y los huecos se multiplican, la labor de ellas aparece como un bordado paciente, el que afirma que la comunidad sigue viva.
Desde una perspectiva estética, el trabajo que realizan puede leerse como una instalación viva: una obra relacional que se despliega en el territorio, cuyo material principal es la vida compartida. El comedor es un telar colectivo. Cada gesto es una puntada. Cada plato servido, un hilo que evita que alguien quede por fuera de ese día.
Son ellas, las enormes protagonistas de esta historia, las artistas visibilizan su labor porque saben que son las verdaderas heroínas las que resisten, quienes le otorgan sentido a ese territorio. Son las que rehacen el tejido todas las mañanas, las que amasan un sueño y alimentan la esperanza.
En sus manos, la ausencia deja de ser un agujero definitivo para convertirse en una zona fértil, donde es posible hilar un futuro en ese frío amanecer de cada día.
Albers, A. (1965). On Weaving. Wesleyan University Press.
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Compañeras del Comedor Las Guerreras





















